Esteban de Adoáin: hombre excepcional, misionero intrépido y sin par

Las manos ágiles del artista (Antonio Oteiza) han querido plasmar con trazos gruesos y fuertes, pero al mismo tiempo delicados, en una docena de relieves, los momentos y etapas más significativos de la vida, inaferrable por otra parte, de una persona excepcional, tanto por sus cualidades humanas cuanto por sus virtudes cristianas: el P. Esteban de Adoáin.

Esteban de Adoáin nació el 11 de octubre de 1808 en la pequeña aldea del pre-Pirineo navarro que le dio el nombre, en el seno de una familia de modestos propietarios de tierras y ganados, siendo su nombre de pila el de Pedro Francisco. La fecha de su nacimiento representa una efemérides clave en la historia de España, pues de la mano de la guerra de la Independencia contra el francés invasor se difundieron los postulados de la revolución liberal, que culminarían en la Constitución de Cádiz de 1812. La infancia y adolescencia de Pedro Francisco transcurrieron entre la escuela y el pastoreo, no faltando en ellas el aprendizaje de la religión católica. Pedro Francisco, como buen montañés, era parco en palabras, pero sincero y leal, y seguramente soñaba con otra vida distinta a la de las layas y ovejas, más allá de las montañas que le impedían ver lejos en el horizonte.

Pero por retirada y minúscula que fuera su aldea, seguro que a ella llegaron los ecos de las libertades sancionadas por “la Pepa”, y todavía más los relatos de las gestas épicas de las guerrillas, en las que participó con denuedo tanto el clero regular como secular. Con algo más de conocimiento y uso de razón habría escuchado las noticias sobre la subida al poder de los liberales en 1820 y las partidas que contra el régimen constitucional fueron surgiendo por su tierra y otras regiones de España. Fue en los años de plena restauración absolutista, la “ominosa década”, que propició paralelamente la restauración religiosa, cuando Pedro Francisco, a edad un poco tardía (20 años), y contando con el consentimiento paterno, ingresó en la Orden capuchina, cambiando su nombre por el de Esteban de Adoáin. Después siguieron los estudios, llegando a la ordenación sacerdotal en 1832. Para entonces el de Adoáin se había significado entre sus compañeros por su arrojo y celo por la salvación de las almas: todos conservaron un recuerdo indeleble del suceso del reo condenado a muerte, ocurrido en la prisión de Pamplona, que no quería recibir los sacramentos, al que convenció de su obstinación, a fuerza de disciplinarse delante de él.

Fue en 1834, en la madrugada del 5 de agosto, cuando el P. Esteban comenzó a sufrir en su carne las consecuencias de la oposición y lucha sin cuartel entre el liberalismo y su opuesto el catolicismo, así como toda una serie de expulsiones y controversias con los liberales. Ante lo que les podría sobrevenir, pues su carlismo era bien notorio, los religiosos de Pamplona, entre los que se encontraba el P. Esteban, decidieron huir en la noche, sin ser notados, llevándose todas las pertenencias que pudieron, entre las que descollaban las cabezas de los santos, que las tenían a tornillo. En 1836, con la supresión de las órdenes religiosas, decretada por Mendizábal, el P. Esteban, como otros exclaustrados, sirvió en varias parroquias cercanas a su pueblo.

Pero el espíritu del P. Esteban no encontraba quietud, pues anhelaba con gran vehemencia vivir la vocación capuchina. Por este motivo se dirigió a Italia, donde en el convento de Senigallia (Las Marcas) aprendió el italiano y se dedicó a la predicación de misiones, desde entonces la niña de sus ojos. Desde allí viajó a Venezuela en 1842, con otros capuchinos, con la intención de misionar entre los indios más apartados. Pero, a causa de la política del gobierno liberal, que repetía miméticamente las medidas políticas de la metrópolis, fueron expulsados del país no sin antes haber contraído el paludismo. De Venezuela, en 1845, viajó a Francia (Ustaritz), regresando a Venezuela en 1847, donde los recelos del gobierno liberal, debidos a su popularidad, le empujaron a dirigirse a Cuba a principios de 1850. Allí se unió al arzobispo Antonio Mª Claret, recién llegado a la isla, convirtiéndose en su más fiel colaborador en las campañas misionales que el prelado organizó por toda la diócesis, intentando regenerar una sociedad en la que abundaba el concubinato, la embriaguez y el abandono de los niños.

Cuando Claret regresó a España en 1856, el P. Esteban decidió trasladarse a Guatemala. Entre este país y El Salvador el misionero pasaría dieciséis años de fecundo y extenuante apostolado. Además fue superior de los capuchinos de la región, demostrando un gran espíritu de servicio con los enfermos y con todos los religiosos. Pero en 1872, una vez más, el gobierno liberal expulsó a todos los religiosos; a los capuchinos en concreto “por razones de alta política”. Aquéllos salieron del país, camino de Europa, en medio de la aclamación y consternación populares.

El P. Esteban se estableció en Bayona, en el convento que los capuchinos españoles habían erigido en 1856, con la intención de restaurar la Orden en la península. A ello, junto a la predicación, se dedicaría desde entonces el de Adoáin, sin ahorrar fatiga alguna, a pesar de que sus fuerzas comenzaban a flaquear. Los escollos que tuvo que esquivar en el proceso de la restauración de la Orden, luchando denodadamente por su unión con Roma, fueron innumerables, pero su tesón hizo de él el gran protagonista de dicho proceso. Pocos años antes de morir, con la nueva coyuntura política de la restauración monárquica liderada por Cánovas, fue viendo como se reabrían los conventos, apertura precedida en varias ocasiones por misiones multitudinarias predicadas por él mismo. En 1877 fueron los conventos de Antequera y Sanlúcar de Barrameda, y en 1879 su querido convento de Pamplona, que él había visto cerrar sus puertas en aquella aciaga noche de 1834. El 7 de octubre de 1880, habiendo desempeñado varios cargos, expiraba en el convento de Sanlúcar de Barrameda, donde se halla enterrado, con la sonrisa y la paz en los labios, dejando un recuerdo imborrable de santidad y entrega al apostolado misioneros, sancionado por la autoridad de la Iglesia, en 1989, con el reconocimiento de la heroicidad de sus virtudes cristianas.

Cuando nos preparamos para celebrar el segundo centenario de su nacimiento, 1808-2008, la figura del P. Esteban sigue brillando con luz propia como uno de los grandes evangelizadores de la historia de las misiones católicas. Su entrega sincera y radical a la vocación recibida, su profunda contemplación, su tesón templado y laboriosidad hasta la extenuación, su amor a la Orden capuchina, su celo profético por la salvación de los hombres y su espíritu de caridad constituyen los valores perennes que sobresalieron eminentemente en su vida.

José Ángel Echeverría

 

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